Extranjera en mi propio país. No existe un estado político para ello, pero es definitivamente la forma en que me siento los días en que comparto con la familia Al Hamidi. Una extranjera, en todo caso, que con el tiempo cambió la visa de turista por una de residencia, ya que todo aquello que durante los primeros días me pareció llamativo, anecdótico y hasta caricaturesco (entendiéndose, por favor, en el sentido de la caricatura que en occidente tenemos respecto de la cultura árabe), hoy no es más que parte de una rutina acoplada a mi vida que se manifiesta como un espacio de medio oriente que estoy invitada a compartir todas las semanas.
El objetivo del programa, al menos formal, es claro y directo ‘acompañar y apoyar a los refugiados palestinos en su proceso de aprendizaje del español’. Ese mismo objetivo en una sala de clases, con más personas, con una pizarra y un horario determinado, en definitiva en un espacio neutro, podría transformar este mismo texto en ante todo el relato de una experiencia técnica de enseñanza, de observación de fortalezas y dificultades en el aprendizaje del idioma, en fin, en la descripción de un ‘trabajo’. Sin embargo, es en el quebrantamiento de esa neutralidad, en el entrar directamente a sus casas y a sus vidas, que esta experiencia de voluntariado se transforma, dejando de ser un ‘trabajo’ y pasando este texto a ser, por tanto, el relato de una relación.
De este modo, con la legítima excusa del apoyo en el aprendizaje del español, entro todas las semanas a esa casa a dar vida, como todos los voluntarios de la Vicaría, al lema que mueve el programa: Chile país de acogida. Así la tarde pasa entre la actualización de cómo estuvo la semana, la revisión de las tareas, la eventual lectura de un libro, y la siempre recurrente conversación –aún en un español rudimentario- sobre fe, religión, costumbres y visión de mundo, con una profundidad con la que en escasas ocasiones podemos tener incluso con nuestro grupo de amigos más cercano.
Extranjera soy yo entonces dentro de una casa ubicada en un país donde ellos son propiamente los extranjeros, y es así, en esa ajenidad que ambos reconocemos, que se produce el encuentro y que en este se abren las posibilidades de un diálogo infinito, que permite no sólo dar vida al lema del programa, sino –y principalmente- vivificar el mandato de Cristo ‘Fui forastero y ustedes me recibieron en su casa’ (Mt. 25, 35).
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